jueves, 26 de septiembre de 2024

El tiempo

 El tiempo, esa misteriosa e incomprendida dimensión, parecía gobernar la vida de Laura con una tiranía impredecible. Había días en los que todo se disolvía en un parpadeo: los amaneceres se sucedían a los atardeceres con una rapidez tan violenta que sentía que estaba perdiendo algo, aunque no supiera qué. Lejos de dejarla respirar, el tiempo se le escapaba como arena entre los dedos, y el calendario se poblaba de fechas olvidadas, de promesas incumplidas.

Pero otros días, como hoy, el tiempo la torturaba con su lentitud exasperante. Cada segundo se arrastraba con la pesadez de una eternidad. Laura estaba sentada en el mismo sillón de siempre, en esa sala que había visto pasar su infancia, su adolescencia, y ahora, su adulta espera. Afuera llovía, las gotas golpeaban los vidrios con un ritmo tan monótono que parecían burlarse de su impaciencia. Miraba el reloj de pared como si de alguna manera, concentrándose lo suficiente, pudiera obligar a las manecillas a moverse más rápido. Pero no. Los minutos eran crueles, se detenían en el umbral del tiempo, como si supieran que en su quietud podían quebrar su espíritu.

Esperaba una llamada, una respuesta. Pero sobre todo, esperaba que algo cambiara. Sin embargo, no ocurría nada. Los días anteriores, su vida había transcurrido con una fugacidad incomprensible. Apenas había tenido tiempo para pensar, para sentir, para vivir. Las obligaciones del trabajo, las reuniones, las tareas pendientes, todo eso le había dado la ilusión de que avanzaba. El tiempo pasaba tan deprisa que no había podido detenerse a reflexionar si ese movimiento vertiginoso la estaba llevando a algún lugar.

Hoy, sin embargo, el tiempo se había plantado frente a ella como un juez implacable, exigiendo que enfrentara su verdad. No había más distracciones. Solo ella, el tic-tac del reloj y la incertidumbre de no saber si lo que esperaba iba a llegar algún día. ¿Cómo era posible que la misma dimensión que ayer la empujaba hacia adelante ahora se convirtiera en una celda inmóvil, en un muro que la aprisionaba?

La pregunta la atormentaba mientras el reloj seguía su curso indiferente. "¿Por qué pasa tan rápido cuando quiero que se detenga, y tan lento cuando deseo que termine?" En ese instante lo comprendió: el tiempo no era más que un reflejo de su propia conciencia, una ilusión que se moldeaba según el estado de su alma. Cuando corría sin descanso, el tiempo era una sombra imposible de atrapar; cuando se paralizaba, era un espejo que la obligaba a enfrentarse a lo que más temía: el vacío, la incertidumbre, la espera.

El teléfono, que había estado mudo durante horas, sonó de repente, rompiendo el silencio de la habitación. Laura lo miró con una mezcla de alivio y terror. Al contestar, la voz al otro lado le dio la respuesta que tanto había esperado. Y en ese instante, lo sintió: el tiempo volvió a moverse. No porque lo hubiera hecho realmente, sino porque su ansiedad, esa fuerza invisible que lo distorsionaba todo, se había calmado. Había aprendido que el tiempo no es más que una percepción, y que lo que realmente había estado esperando no era la llamada, sino el momento en que pudiera hacer las paces con la incertidumbre.

El reloj siguió su inmutable marcha, pero ahora Laura ya no estaba atrapada en su tiranía. El tiempo, ese extraño y esquivo compañero de vida, había dejado de ser su carcelero, para convertirse simplemente en lo que siempre había sido: un testigo silencioso del viaje interior que todos debemos recorrer.



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