La señora Teresa era conocida en el vecindario por su rigidez y por su desdén hacia cualquiera que considerara inferior. Cada mañana, sus días comenzaban con el ritual de revisar minuciosamente el trabajo de su empleada de hogar, Rosita, una mujer mayor y callada a quien, según ella, le faltaban modales y sentido de la limpieza. Cualquier falta, por pequeña que fuera, la encolerizaba. El polvo en los estantes, una mancha en el espejo, o una arruga en las sábanas eran motivo suficiente para que Teresa lanzara sus dardos envenenados, solapados primero, pero hirientes con el paso de los días.
—¿No puedes hacer las cosas bien al menos una vez, Rosita? —repetía con voz cortante—. Ni siquiera mereces el techo que te doy. Posiblemente me busque otra chacha, mas joven, mas competente.
Rosita, una mujer delgada y pálida, siempre bajaba la mirada y susurraba disculpas, sin rechistar. Era un misterio cómo soportaba el desprecio diario de Teresa sin quebrarse.
Pasaron meses, y Teresa comenzó a notar algo extraño en la casa. Por las noches, cuando iba a acostarse, encontraba la cama deshecha, como si alguien hubiera estado durmiendo en ella. A veces, sentía una presencia a sus espaldas, un reflejo pasajero en el espejo del pasillo o unas sombras en los rincones. Teresa empezó a sospechar que Rosita estaba abusando de su hospitalidad, que dormía en su cama cuando ella no estaba o que deambulaba por la casa a escondidas. Decidió enfrentarla.
Una noche, después de pasar horas escondida en su cuarto, por si a Rosita se le ocurría usar su cama, escuchó pasos en la cocina. Dejó su escondite y bajó en silencio, y allí estaba Rosita, de pie, en la penumbra, con la mirada fija en la ventana.
—¡Así que es verdad! —gritó Teresa desde el umbral—. ¡Por eso, últimamente, la sabana de mi dormitorio está arrugada y las cosas desaparecen de la despensa! ¡Eres una malagradecida!
Pero Rosita no reaccionó. Simplemente se giró, con una expresión sombría y extraña.
—Señora —respondió con una voz apenas audible—, usted no entiende nada.
Teresa avanzó hacia ella, pero de pronto, un reflejo en la ventana la detuvo. Fue entonces cuando se dio cuenta: el rostro reflejado junto al de Rosita… era el suyo.
El corazón le dio un vuelco, y con un escalofrío recorriéndole la espalda, intentó recordar el momento en el que Rosita había llegado a su vida, el primer día que la había contratado, la primera vez que le había ordenado limpiar el polvo de los muebles. Pero, por más que intentaba, su memoria era un vacío, como si Rosita siempre hubiera estado allí, siempre obediente, siempre resignada.
Fue entonces cuando un recuerdo vago, como un susurro en la oscuridad, afloró a su mente: un espejo, una conversación consigo misma, noches de soledad y descontento, reproches que lanzaba al vacío, un médico que le advertía de los efectos del aislamiento...
La voz de Rosita se alzó en la penumbra:
—La maldad, señora, es solo la cobardía de quien no puede lidiar con su propia vida.
Teresa sintió cómo las palabras de Rosita le perforaban el alma, cada una de ellas era un eco, una recriminación. No había ninguna Rosita. Nunca la hubo. Ella había creado esa figura en su mente, una empleada a la que podía maltratar, una excusa para descargar su desdén, su soledad y su insatisfacción.
La imagen de Rosita comenzó a desvanecerse hasta desaparecer por completo. Solo quedaba Teresa, sola en la cocina oscura, con el eco de sus propias palabras flotando en el aire y el peso de su propia amargura aplastándola.